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Guillermo Cerdeira Bravo de Mansilla

Artículo de El Faro de Ceuta

Guillermo

En el artículo del pasado lunes 27 de abril, en que apostillaba el asunto de los paseos con menores para mostrar la rocambolesca historia del asunto entre dimes y diretes dentro de nuestro Gobierno, decía yo, casi al final, como crítica al mismo: “No sé yo si queda imaginación todavía para otro atentado contra el buen hacer, el orden público y la seguridad jurídica.”. Pero para los asesores técnicos del Gobierno parece haberla a raudales. En un par de días han cometido otro atentado, otro grave error, sobre un asunto que para la común opinión de juristas parecía haber quedado zanjado hace un tiempo.

El asunto en lid, lo confieso, es técnico, pero, según espero poder explicar, fácil de entender. El germen de la cuestión jurídica arranca desde el primer Decreto que vino a declarar el estado de alarma (el ya conocido Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo). Entre otras muchas cosas, en él se declaró la paralización de casi todos los términos y plazos administrativos y procesales, acorde con la propia parálisis del país entero. Hablaba, sin embargo, indistintamente, de forma alternada o simultánea, de “suspender” y de “interrumpir” tales plazos y términos (en sus Disposiciones adicionales segunda, tercera y cuarta), para referirse tanto a los procedimientos, expedientes, … ya iniciados, a las acciones y demandas ya interpuestas que, en el momento de entrada en vigor del Decreto (el mismo día 14 de marzo), se estaban tramitando en los juzgados o ante la Administración, como también a las que pudiera haber por tramitar, por iniciar. Tras aquel Decreto también otras muchas normas posteriores vinieron a hablar indistintamente de suspensión y de interrupción de tales plazos.

Aunque en el lenguaje coloquial, pudieran tal vez ambas expresiones emplearse con similar significado, no sucede así en el lenguaje técnico jurídico, donde la interrupción supone la anulación del plazo transcurrido, de modo que, tras la interrupción, el plazo vuelve a computarse por completo desde el principio (desde cero). Podría decirse, en términos informáticos, que el plazo, una vez interrumpido, se reinicia; o, en términos coloquiales, que se produce “borrón y cuenta nueva”. En cambio, la suspensión implica la paralización o congelación del plazo transcurrido, de modo que, tras la suspensión, se reanuda el plazo, prosigue su cómputo en el momento en que fue suspendido, sin reiniciarse. ¿A qué, entonces, querían referirse aquel Decreto y las otras normas que le siguieron: a suspender o a interrumpir los plazos? Tal interrogante se extendió velozmente, más incluso que el coronavirus y la pólvora juntos, por el mundo jurídico, administrativo y económico también de toda España, elevando casi cada gremio una consulta a su órgano superior (al Consejo General del Poder Judicial, a la Abogacía del Estado, …). Ello, por advertencia que me hizo mi propio hermano Alfonso, economista de profesión, me obligó a tratar el asunto (en algunas revistas jurídicas, como en El Notario del siglo XXI o en Diario La Ley, según ya advertí, aquí en el Faro de Ceuta, el lunes 26 de abril).

En principio, como advertía yo mismo entonces en tales revistas, el optar por la suspensión o por la interrupción, al ser una cuestión de política legislativa, hubiera sido posible, pero creía yo que había razones para pensar que en este caso, interpretando correctamente el Real Decreto 463/2020, la decisión tomada había sido la suspensión:

Ante todo, había una remota razón histórica, que revelaba, en cierto modo, el espíritu, la razón de una u otra opción, y la de porqué el RD 463/2020 había optado por la suspensión: mientras que la interrupción ha sido tradicionalmente contemplada sobre todo desde el interés privado de los sujetos implicados (entre acreedor y deudor a fin de reclamarle a este el pago de lo debido aún no saldado, entre propietario y posible usucapiente, o quien pretende adquirir la propiedad ajena poseyéndola, …); en cambio, la suspensión, a lo largo de la historia, ha venido casi siempre justificada por razones de interés y orden público, para casos, efectivamente, de extraordinaria y urgente necesidad, como puede suceder con algunos siniestros o catástrofes (naturales –epidemias, sequías, terremotos,…-, económicas, bélicas,…), que el gobierno entiende como razón para suspender los plazos (véase, al respecto, el art. 955 del Código de Comercio, cuando dice: “En los casos de guerra, epidemia oficialmente declarada o revolución, el Gobierno podrá, acordándolo en Consejo de Ministros y dando cuenta a las Cortes, suspender la acción de los plazos señalados por este Código para los efectos de las operaciones mercantiles, determinando los puntos o plazas donde estime conveniente la suspensión, cuando ésta no haya de ser general en todo el Reino”; o recuérdense las moratorias legales en el pago de préstamos hipotecarios aprobadas tras la crisis -esta- económica de 2008); y así, creía yo, había venido de nuevo a hacerlo el Gobierno con el RD 463/2020 de estado de alarma por el COVID-19.

Así lo expresaba, incluso, la propia letra de aquellas normas (desde su mera interpretación gramatical), pues eran aquellas mismas normas que hablaban confusa e indistintamente de suspensión o interrupción, o incluso solo de interrupción de los plazos, las que a continuación, tras un punto y seguido, añadían (aclaraban, probablemente de modo inconsciente, pero revelando rectamente cual era la verdadera intención del legislador, y de la propia ley): “El cómputo de los plazos se reanudará en el momento en que pierda vigencia el presente real decreto o, en su caso, las prórrogas del mismo”. Decía, como se ve, que los plazos “se reanudarán”, lo que, sin duda, hacía pensar en la sola suspensión de tales plazos, y en que el legislador, al hablar en esa y entras ocasiones de suspensión e interrupción, o solo de interrupción, no había cometido un error iuris, sino tan solo un lapsus linguae. Y con tal juicio, benévolo sin duda, hacia la norma finalizaba yo aquellos escritos míos.

Tal interpretación también fue la defendida por altas instancias y por otros colegas juristas que, como yo, en aquellos días publicaron su opinión también en diversas revistas jurídicas especializadas. Sin restarle mérito a ninguno de ellos, al menos por mi parte confieso que no era una cuestión difícil de interpretar, de aclarar (no se estaba ante un Miura, desde luego). De ahí mi juico indulgente en favor del lapsus linguae, no del error juris, o ignorancia del Derecho, que ya en aquel artículo, como así en otros, excusaba yo en la urgencia y premura de aquel primer Real Decreto de 14 de marzo que vino a declarar el estado de alarma. Recuérdese, como también he dicho en varias ocasiones y en algunos de aquellos otros artículos: Errare humanum est… Pero si se insiste en el error, si hay vanagloria en la ignorancia, ello se aleja de la sabiduría (que exigiría la rectificación) para degenerar en la necedad propia del ignorante, que dice el clásico latino (… sed perseverare diabolicum), que de modo más insidioso proclamaba Cicerón: Cuiusvis hominis est errare: nullius nisi insipientis, perseverare in errore (“Errar es propio de cualquier hombre, pero sólo del ignorante perseverar en el error”). Y esto, precisamente, es lo que por desgracia ha sucedido -rectius: ha vuelto a suceder- con tanta norma atolondrada sobre el COVID-19.

En el BOE de 29 de abril se ha venido a publicar el Real Decreto-Ley 16/2020, de 28 de abril, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia. El texto, sin duda, va a dar mucho de que hablar por un tiempo, pues está plagado de buenas intenciones, tal vez utópicas (como incentivar la vía telemática o electrónica en nuestros juzgados), y de curiosas perlas (desde habilitar los juzgados buena parte de agosto, hasta abordar materias que exijan una Ley Orgánica, resultando, posiblemente por ello, inconstitucional parte de aquel Decreto-Ley, …). Pero en lo que aquí y ahora importa, sobresale el segundo artículo de dicho Decreto-Ley, en cuyo primer apartado textualmente se dice: “Los términos y plazos previstos en las leyes procesales que hubieran quedado suspendidos por aplicación de lo establecido en la disposición adicional segunda del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, volverán a computarse desde su inicio, siendo por tanto el primer día del cómputo el siguiente hábil a aquel en el que deje de tener efecto la suspensión del procedimiento correspondiente”.

Como se ve, los plazos “suspendidos”, dice, “volverán a computarse desde su inicio”; esto es, como si se tratara de interrupción. Pero ¿no había dicho antes el propio Gobierno, en el Decreto de alarma del 4 de marzo, y así lo entendimos todos en el país, que los plazos “se reanudarán” tras la alarma al tratarse de una estricta suspensión?

Bien está que se rectifique si lo que, en realidad, se quiso desde un principio, o después incluso una vez sopesadas las cosas, era declarar la interrupción de los plazos judiciales, y no su suspensión. Como ya dije en aquel primer artículo, y he recordado en este: “optar por la suspensión o por la interrupción, al ser una cuestión de política legislativa, hubiera sido posible …”. Pero, tras la decisión finalmente tomada, después del revuelo formado con la anterior, ¿por qué sigue hablando la norma de “suspensión” cuando, en verdad, se trata de la interrupción de los plazos judiciales? Hasta en 22 ocasiones a lo largo y ancho de aquel Decreto-Ley se habla de suspender, suspensión, … Ni una sola vez de interrupción, interrumpir, …

Con tan pronta, e injustificada decisión (pues nada se motiva ello en el Preámbulo del Decreto-Ley), de nuevo el Gobierno nos obliga a recordar a Kirchmann (también recordado, por desgracia, en el artículo del otro día), cuando, en su persistente crítica contra la Ciencia jurídica, decía: “Dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”. En nuestro caso, por fortuna, no han sido bibliotecas enteras, sino tan solo algunos trabajos vertidos, con desvelo, por algunos juristas e instancias superiores de la Justicia; lo que no es poco.

Ignoro, y sinceramente quiero seguir ignorando, a qué pluma se debe tal terquedad en el error, al menos técnico, pero me temo que provenga de alguien con formación universitaria en Derecho. Y en ello, aunque ideológicamente nos encontremos en las antípodas el uno del otro, coincido con un colega Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla, mi querido colega León-Castro, cuando recientemente publicaba un artículo en el Diario de Sevilla titulado: “¿Tan mal lo hicimos?”

Que la precisión en lenguaje, también en el técnico, sea importante, no creo que yo deba en ello insistir, pues a través del lenguaje, de cualquiera, se expresa el pensamiento, la razón. De ahí que un error o la imprecisión en el lenguaje lo sea en el propio pensamiento, lo que, sin duda, tiene sus consecuencias más allá del mero empleo de las palabras. También ello sucede aquí:

Que se trate de una interpretación aclaratoria o de una modificación la que ha venido hacer el Gobierno en aquel Decreto-Ley, y, por tanto, que estemos o no ante un nuevo criterio con posibles efectos retroactivos, apenas tiene -por fortuna- trascendencia práctica, pues hasta que no se derogue el estado de alarma no tendrá efectividad esta interpretación o modificación hecha por el propio legislador. Sí tendrá importancia, en cambio, si esta decisión ahora tomada en el Decreto-Ley sobre los plazos procesales, para entenderlos rectamente interrumpidos (aunque equivocadamente se vuelva a hablar de suspensión) es, o no, extensible a los plazos administrativos, a que también se refería el primer Decreto de alarma confundiendo también suspensión e interrupción.

Una opción, la que yo a bote pronto defendería, es que estos plazos habrán de entenderse suspendidos cuando se levante el estado de alarma, por aplicación del primer Real Decreto de 14 de marzo que lo declaró, que hablaba de reanudar los plazos, no de volverlos a contar desde un inicio, y que no ha sido expresamente reformado por el posterior Decreto-Ley, referido en su literalidad exclusivamente a los plazos procesales, no a los administrativos. Se trataría, pues, de hacer una interpretación restrictiva, cuando no estricta, de la norma. Pero también cabría pensar en otra solución, opuesta a la anterior: si la verdadera intención o voluntad del Gobierno con este posterior Decreto-Ley ha sido aclarar, o cambiar de opinión -qué mas da-, para mostrar que lo que realmente quiere es la interrupción de los plazos procesales, y no su suspensión, ¿por qué no desde esa nueva voluntad -auténtica- interpretar la “suspensión” de los plazos administrativos para entender que también lo son de interrupción? Como es sabido entre los juristas, y declara el art. 2 del Código civil español, lex posterior derogat lex anterior (la ley nueva deroga -o también sirve para reinterpretar o corregir- la ley anterior). Se trataría, pues, de hacer una interpretación extensiva de aquel Decreto-Ley, y correctora del Decreto de alarma del 14 de marzo.

Entre ambas opciones, sinceramente, no sé cuál es la más acertada, no por falta de razones en favor de una más que en pro de la otra (ya dije que, en principio, me inclino por la primera), sino porque, y he aquí mi sinceridad, no sé ya si el esfuerzo por mi parte merece la pena ante un gobernante que tercamente no sabe distinguir entre suspensión e interrupción, ni, según parece, entre lo que es reanudar y volver a iniciar un plazo, y que, errando en el lenguaje, yerra también en su -mal- pensar; pues ni siquiera ahora tengo certeza de si realmente sabe lo que antes y ahora ha dicho. Es lo que tiene la ignorancia, siempre tan atrevida, que si persiste se convierte en necedad. Errare…

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